Aceleración, velocidad y precisión, 
el signo de los tiempos

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Franco Colapinto tendría una butaca en la Fórmula 1 más temprano que tarde. No será un hecho casual sino causal. Colapinto es un epítome de la época, una condensación de sentido. Expresa, en términos de Hegel, el zeitgeist actual. Ese signo de los tiempos que condiciona todo lo demás. Como tal, su mensaje excede, por mucho, el automovilismo.

La filosofía de Silicon Valley que moldea la cultura planetaria es el nuevo mantra que, para bien o para mal, abraza de manera creciente a los argentinos.

Nos hemos conectado repentinamente con la vibración global. En el Valle del Silicio, la cronología tradicional se rompió hace rato. El futuro es ayer. Todo lo que nace nace viejo. La mirada está puesta siempre en el más allá. En lo que no existe, pero podría existir. Es más, con el talento, el esfuerzo, y el dinero suficiente aun lo que parece imposible a los ojos de la gran mayoría es solo una cuestión de tiempo, trabajo e inversión para la imaginación sin límites y la voracidad competitiva de quienes están escribiendo la narración contemporánea.

Tanto Steve Jobs como Bill Gates fueron los mayores íconos de ese paradigma que hizo del crecimiento exponencial y la distorsión de la realidad una religión. Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Elon Musk, entre otros, han tomado la posta.

Tampoco fue nada casual que los tres, junto con Sundar Pichai, CEO de Google, hayan estado el 20 de enero en la asunción de Donald Trump. Lejos de aglutinarse con otros empresarios, ocuparon un sitial de honor: la primera fila. Esa imagen, que la Casa Blanca se encargó rápidamente de hacer circular y viralizar, era, sobre todo, una declaración de principios.

Vladimir Putin no se equivocó nada cuando dijo en 2017: “Quien domine la inteligencia artificial dominará el mundo”. Ocho años después, lo que Trump 2.0 dijo con aquella foto fue algo así como: “Si es así, estos son los míos”.

La misiva visual tenía muchos receptores, pero sobre todo dos: el propio Putin y Xi Jinping, líder chino, figuras máximas, junto con el presidente norteamericano, del triángulo del poder en la geopolítica mundial en la presente hora histórica. El sorprendente protagonismo de Elon Musk en su gobierno es también parte de la misma señal.

El reciente aval del Fondo Monetario Internacional en dinero contante y sonante, junto con el respaldo presencial del secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Scott Bessent, el pasado 14 de abril, y la visita del almirante Alvin Holsey, jefe del estratégico Comando Sur norteamericano, que llegó al país el 28 de abril, ya no dejan lugar a dudas.

Bajo la presidencia de Javier Milei, el gobierno argentino ha decidido, simbólicamente, darles aún más capacidad de transmisión a los cables submarinos de fibra óptica que nos conectan con la principal potencia económica y militar del mundo.

Es un giro copernicano. El territorio en el que nos movemos está sufriendo una mutación radical. El imaginario del poder pasó de la juventud maravillosa de los años 70 a la meca de la vida cíborg.

Aturdidos por el shock de 2024, quizá no seamos del todo conscientes de lo que está ocurriendo. Sucede que las evidencias ya se imponen por su propio peso. La Argentina toda se enfrenta, una vez más, a un cambio de paradigma.

Para muchos, el concepto acuñado por el físico, filósofo e historiador de la ciencia estadounidense Thomas Kuhn en los años 60 suena trillado y demodé. Sin embargo, como todo saber atemporal, no pierde vigencia, la gana.

En su obra cumbre, Estructura de las revoluciones científicas, publicada en 1962, Kuhn decía: “La ciencia no progresa de manera lineal, sino en revoluciones. Los paradigmas científicos son como supuestos compartidos. Las anomalías son señales de que el paradigma actual está fallando”. Esto fue lo que ocurrió en el proceso electoral de 2023. Los ciudadanos argentinos, cansados de las fallas del sistema, en una inédita versión punk, decidieron “romperlo”.

A partir de ahí, todo cambió. El pensador norteamericano se cansó de propagar una y otra vez que las reglas de un paradigma no aplican en otro. Y que en los procesos de transición hay una lógica pelea entre los dos corpus de ideas.

Así lo expresaba en su obra: “Cuando una nueva teoría es aceptada, la vieja no desaparece, simplemente se convierte en una opción en el mercado de las ideas científicas”.

También aclaraba que no siempre el salto de un modelo científico y mental a otro era estrictamente racional, sino que intervenían las creencias, las emociones y los deseos.

En sus propias palabras: “La razón no es el único criterio para determinar qué teoría es correcta, ya que las decisiones científicas también están influenciadas por factores sociales y culturales”.

Por último, cabe señalar una de sus principales advertencias: “La historia de la ciencia muestra que los cambios paradigmáticos pueden ser muy difíciles y controvertidos, ya que desafían las creencias arraigadas y los intereses de la comunidad científica”.

Toda transformación disruptiva del campo intelectual altera, por definición, el ecosistema de los negocios. Lo que, naturalmente, jaquea el conjunto de máximas y verdades con las que las empresas desarrollaron las propuestas de valor de sus productos y servicios, así como las estrategias de identidad y comunicación de sus marcas. Lo que antes fue útil hoy podría ser obsoleto.

El nombre del juego ha cambiado de un modo abrupto. Ya no se trata de pensar rápido, sino de poder pensar la velocidad. Entramos en la era de la aceleración.

Pensar la velocidad

La velocidad tiene una filosofía. Su concepción estructura un conjunto de rasgos propios que le dan forma a una lógica determinada.

Ir rápido es mucho más sencillo que ser veloz. Acelerar es algo posible para muchos. Saber en qué dosis, con qué intensidad y en qué lugar no tanto. Tener la calibración y la sensibilidad adecuadas para luchar contra las fuerzas de la gravedad manteniendo el estilo, la prestancia y la eficiencia queda reservado para unos pocos. Esos son los que ganan.

Como reza la filosofía vertiginosa, ultracompetitiva y feroz de Silicon Valley: “El ganador se queda con todo”.

Si antiguamente se creía que en los negocios la tensión era “velocidad o precisión” y que esa brecha era infranqueable por resultar conceptos antagónicos, en la era digital la distancia entre ambos extremos se ha diluido. Ahora la máxima de la tecnología impone “velocidad y precisión” como el nuevo Santo Grial de los supervivientes en todos los ámbitos del ambiente híbrido en el que vivimos.

Puesto en términos de la Fórmula 1: hay que ser capaces de manejar a 320 kilómetros por hora en las rectas y tener la muñeca y el timing para entrar en cada curva sin terminar tocando el auto contra el paredón. El menor error, por milimétrico que fuese, implica quedar fuera de carrera. Al menos ese fin de semana.

Para los decisores de todo tipo en nuestro país, el nuevo paradigma propone un grupo de principios que cada uno podrá tomar o no.

Velocidad, aceleración, riesgo, adaptabilidad, flexibilidad, capacidad de reacción, resiliencia, gestión de la complejidad, apuestas fuertes y templanza, mucha templanza. Esperar a que las condiciones se normalicen podría ser demasiado peligroso. El caos asoma como la fisonomía permanente del nuevo tiempo. En lugar de rechazarlo, o negarlo, habrá que ser capaces de abrazarlo y gestionarlo.

Dicho en otros términos, algo que se manifiesta como una máxima irreductible en la exitosa miniserie creada entre Netflix y la Fórmula 1, Drive to survive (Manejar para sobrevivir ): “Si no avanzás, retrocedés”. Ya va por la séptima temporada y más que un “docu-reality” es un manifiesto de la era de la aceleración.

Paul Virilio, el gran filósofo de la velocidad, acuñó un término extraño en su momento, pero muy útil en este contexto. Se trata de la “dromología”. Para este ensayista y urbanista francés que comprendió su lógica desde niño cuando la guerra relámpago de los nazis modificaba el espacio urbano en minutos que parecían siglos, los dromólogos eran quienes se dedicaban a estudiar e interpretar de qué modo la velocidad alteraba no solo la guerra, sino la comunicación y la concepción del “espacio- tiempo”. Lo que equivale a plantear que ese fenómeno modificaba de manera sustancial la vida humana. Quien fuera, además de su agudo analista, un profundo detractor de la aceleración como fuerza monopólica de la escena social, sostenía, entre varias aseveraciones de este tenor, que “la velocidad destruye la verdad del mundo” dado que deforma la subjetividad y la percepción. Y, a modo de alerta planteaba que “la velocidad es el poder”. Quien logra manejarla, controla el devenir de los acontecimientos. El saber de Virilio y de toda su obra dedicada a desentrañar lo que hoy es el signo de los tiempos, revela su carácter profético y por ello adquiere hoy una gravitación central para pensar los futuros posibles.

El interrogante que se cae de maduro, y que solo el paso del tiempo podrá develar, es si podrán los argentinos adaptarse a esta modificación tan agonal de su hábitat. Y, en todo caso, yendo un poco más a fondo, cuántos, cómo, cuándo y con qué costos y cuáles beneficios. Lo que es seguro es que habrá ganadores y perdedores.

Como corresponde a la nueva impronta que nos circunda, las respuestas empezarán a vislumbrarse rápido. Quizá, muy rápido. El modelo económico, social y cultural vigente acelera.

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