Desde hace varios años Edelmiro Molinari cultiva el bajo perfil y no brinda entrevistas periodísticas. Para muchos es “la figurita difícil del rock nacional”. Sin embargo, cuando finalmente acepta el encuentro con LA NACIÓN, demuestra todo lo contrario. Es un hombre afable, sumamente locuaz y con muchísimo humor, que hace todo para hacer sentir bien a su interlocutor. Y no le rehuye a ninguna pregunta.
Nació en un hogar donde se escuchaba desde jazz hasta el rock and roll de Billy Halley, pasando por el folklore y la música del litoral. De todo eso está conformado su ADN musical, aunque claramente se inclinó por el rock. Como guitarrista, compositor y cantante formó parte de uno de las bandas fundacionales del rock vernáculo, Almendra, y luego fue el alma mater de Color Humano, entregando gemas como “Hombres de las cumbres”, “Cosas rústicas” y “Larga vida al sol”. También produjo los discos solistas de varios artistas, entre ellos el de su primera mujer, Gabriela, y los de Emilio Del Guercio y Ricardo Soulé.
Luego de una larga estadía en Estados Unidos, volvió a la Argentina en busca de tranquilidad, afianzó un nuevo amor y se convirtió en un resiliente de dos cánceres. Hoy sigue apostando artesanalmente a la música y al reencuentro cara a cara con su público. El próximo sábado 7 de diciembre ofrecerá Canciones que me dieron vida en el Café Berlín.
–Tu primer grupo fue Los Sbirros, del cual no hay ningún registro sonoro. ¿Qué tipo de música hacían?
–Eso fue en el segundo año del secundario, en el Instituto San Román, cuando se sumó al curso el flaco Ricardo Miró. Nos hicimos amigos y pasamos a ser compañeros de banco. Él tenía una guitarra eléctrica y yo soñaba con tener otra. Nos encantaba (el grupo inglés) The Shadows, de música instrumental, famoso por su tema “Estrella azul”. Lágrimas me saltaban cada vez que lo escuchaba, todo tocado con Fender Stratocaster, y nosotros soñábamos con eso. Empezamos a compartir los sueños y ahí armamos un dúo, de guitarra y bajo. Tocábamos en los festivales de fin de año del colegio, en los cines General Paz y Savoy de Belgrano. ¡Éramos unos caraduras totales! Primero hacíamos solo música, después yo empecé a cantar. Después se sumó el hermano de Ricardo, Eduardo, en el bajo, y Ángel del Guercio, hermano de Emilio, en la batería, que estaba compuesta sólo por un redoblante y un platillo. ¡No teníamos ni bombo! Éramos muy elementales, pero nos divertíamos muchísimo. Tocábamos “La bamba” y “Satisfaction”, por ejemplo, o sea tanto en castellano como en inglés. Llegamos a tocar en el Círculo Militar de Olivos.
–¿Cómo sucedió eso?
–Porque el padre de Ricardo era militar retirado. Lo hacíamos los domingos a la tarde, a la hora del té. Iban todos los pibes a bailar y nosotros amenizábamos el encuentro. Y como nos iba muy bien, luego nos contrataron para tocar en todas las fechas de los carnavales y eso fue el sumun del sumun. Lo hacíamos junto a la orquesta de Santos Lipesker. El otro gran disparate fue que también tocamos en fiestas privadas… ¡en Campo de Mayo! Ahí los milicos venían con sus familias y tiraban la casa por la ventana. Aunque parezca raro, era algo muy divertido, o al menos pintoresco. Luego, cuando al padre de Ricardo y Eduardo lo trasladan al Chaco, Eduardo se tuvo que ir con él porque era menor (Ricardo, en cambio, logró quedarse en la casa de su abuela). Entonces, a sugerencia de Ángel, ingresó al grupo Emilio, que también era bajista. Con Los Sbirros seguimos un tiempo más. No componíamos, sólo tocábamos temas conocidos para divertirnos.
Almendra y Luis Alberto Spinetta
–¿Cómo fue la transición de Los Sbirros a Almendra?
–Una vez más todo sucedió dentro del colegio San Román. Emilio, que iba a la tarde porque cursaba el Bachillerato (mientras que yo lo hacía a la mañana, porque estaba en el Comercial) viene un día y me dice: “Che, conozco a un flaquito muy divertido que también tiene una banda, se sienta conmigo en el aula”. Lo mismo que Ricardo Miró y yo. “Lo tenés que conocer”, me insistió. El enganche con Luis fue inmediato, algo único, mágico e inexplicable. Me invitó a ver su banda, Los Larkins, en la que también estaba Rodolfo García en batería, Guido Meda en el bajo y otro muchacho que se llamaba Horacio en guitarra, y ahí mismo empezamos a soñar con tocar juntos. Yo creo que lo que nos unió tanto es que, pese a ser adolescentes, los dos nos dimos cuenta a la vez que nos íbamos a dedicar a esto toda la vida. Fue como que tuvimos la misma revelación al mismo tiempo.
–¿Fue difícil decidir con qué músicos de Los Sbirros y Los Larkins armarían Almendra?
–Y… sí. Primero lo llevamos a Rodolfo a pasar una tarde al río, a unas piletas que habían detrás de River Plate, y ahí le propusimos que se sumara a la nueva banda. El tema es que, luego, cuando a Rodolfo le tocaba convencer a Guido, este se enojó porque, al ser el más grande de todos, consideró que debían haberlo invitado primero a él. Y entonces dijo que no. Fue ahí que Luis me preguntó: “¿Y si lo sumamos a Emilio, que toca con vos?”. “Mirá que tiene un carácter denso”, lo alerté. “Podemos pelearnos todos, yo sé lo que te digo”, agregué después. Ojo, se lo comenté por las dudas, porque Emilio tenía un gran talento, un caudal creativo impresionante, incluso para el dibujo -algo que Luis ya conocía porque se intercambiaban bocetos-, pero era bravo. Así, sin más vueltas, Luis y yo armamos Almendra.
–¿Cómo surgió el nombre del grupo?
–Surgió de un listado que fuimos haciendo día tras día mientras ensayábamos en la casa de Luis Alberto. En ese listado de cuatro hojas había nombres de todo tipo, nos podríamos haber terminado llamando Tribunal de la inquisición o qué se yo. Pero optamos por Almendra porque no era grandilocuente y porque se trataba de un fruto simple y de algo bien tangible. Además nos remitía a una cosa de unidad. Lo que nunca supimos es a quién se le ocurrió.
–¿Es verdad que empezaron componiendo en inglés?
–Sí señor. Empezamos componiéndole al profesor de música del colegio, que se llamaba Hugo Tuzzio, un rock titulado “Mr Hugh, King of the Music”. Yo compuse la letra, porque siempre fui muy bueno con el inglés, y la música la hicimos con Luis. Después hubo varios temas así, pero nunca los grabamos. Más tarde, las letras, y en castellano, fueron la mayoría de Luis porque en él empezó a aflorar un caudal de poesía brutal que más tarde quedaría plasmado en todos nuestros discos. Emilio y yo podíamos escribir algo de tanto en tanto, pero era evidente que el inspirado era Luis. Los temas los poníamos a prueba en cada una de nuestras presentaciones, que en principio fueron en centros culturales. Luego participamos en una jornada de Arte Libre en el Instituto Di Tella e hicimos varios recitales en el Teatro Payró. Eran años de mucha ebullición artística, no sólo a nivel nacional sino mundial. La década del 60, además, marcó el surgimiento de los grupos, ya que hasta ahí eran todos solistas. El resto de la historia de Almendra es bien conocida.
–Billy Bond dice que todas las bandas fundacionales del rock nacional se separaron por una cuestión de egos. ¿Lo de Almendra fue así?
–Siempre el ego tiene mucho que ver, pero en nuestro caso, específicamente, hubo un momento en el que a los cuatro no nos funcionó más la química. Y no pasamos a echarnos el fardo unos a otros, simplemente nos separamos y punto. Eso fue después de la famosa ópera, que iba a ser nuestro tercer disco, de la que sólo queda un pequeño registro, la obertura. La ópera no fue el centro del conflicto, lo que ocurrió es que las cosas no pasaban como debían pasar, no había fluidez. Cuando Almendra se separa, Luis y yo seguimos juntos, mientras que Emilio y Rodolfo arman Aquelarre. Con Luis en bajo, Pomo en la batería y yo en guitarra armamos un trío llamado Tórax. Esto prácticamente nadie lo sabe porque llegamos a tocar una sola vez, en un festival en Núñez. Cantábamos a mil, como si fuéramos los Rolling Stones, cosas como: “Qué manera es esta de tocarrrrrrr” (risas).
Color Humano y Gabriela
–¿Luego Color Humano te permitió mostrar una faceta más personal?
–Sí, yo ya ahí era la cabeza del grupo y el que componía. Color Humano me otorgó una libertad total, fue sin dudas una experiencia mucho más personal. Por eso me hubiera gustado llamarlo como lo hizo Hendrix, que a su grupo le puso The Jimmy Hendrix Experience. Pero bueno, eso ya se le había ocurrido a él. Entonces opté por Color Humano, el título de un tema de Almendra que yo había compuesto y que, además, era –entre los que compuse para el grupo– el favorito de Luis.
–En ese entonces te enamorás de Gabriela, la primera cantante del rock nacional, y juntos conforman ¡la primera pareja del rock nacional! ¿Qué balance hacés de los nueve años de relación?
–Y, todos los principios son hermosos. Un día voy a la agencia de nuestro manager y él me pide que repare en una chica bajita y con una hermosa sonrisa que cantaba bien. Me dijo: “Fijate si podés hacer algo”. Y así nos conocimos. Nos enganchamos, nos enamoramos y yo le di todo lo que pude a nivel musical. Le produje su disco solista y ahí tal vez me fui un poco de mambo, en el sentido de que lo hice más rockero y soul de lo que debía, ya que ella era más bien folk. “Campesina del sol” es una canción que yo le compuse a ella y cuando la presentó en el festival BA Rock, ante veinte mil personas, fue alucinante. Gracias a Gabriela conocí a Joni Mitchell, que me abrió la cabeza y me hizo crecer muchísimo.
–Juntos participaron del festival Acusticazo, en 1972, que devino en el primer disco en vivo del rock nacional.
–Del Acusticazo tengo un recuerdo muy lindo. La idea fue de Daniel Ripoll, el director de la revista Pelo. El concierto fue súper lindo por lo que provocó. El hecho de tocar con guitarras acústicas y sin amplificadores nos acercó mucho más a la gente.
–Luego, ese mismo año, no pudiste presentar el primer álbum de Color Humano en el Festival de las Juventudes, en el Luna Park, donde Billy Bond pronunció aquello de “rompan todo”…
–Estábamos muy ilusionados con tocar en ese festival, pero se pudrió todo en cuanto él dijo la famosa frase, que no tuvo nada de intelectual y provocó el caos. La suya fue una grosería desatinada en el momento menos indicado. Y todos pasamos un mal momento.
–¿Por qué se fueron en 1974 a vivir a Estados Unidos? ¿Por cuestiones políticas?
–No, sé que muchos que se fueron por aquel entonces dicen eso, pero en la mayoría de los casos es mentira. Nos fuimos con Gabriela porque yo quería tocar con negros y ella estar más en contacto con la usina de la música folk. ¿Qué mejor, entonces, que irnos a California? Nos fuimos sin ningún contacto, a los dos años nació allí nuestra hija (Cecilia) y pasamos juntos años muy hermosos. Después nos separamos y cada uno rehizo su vida.
–¿Cómo fue tu vida allí y a qué te dedicaste?
–Al principio me la pasé tocando con músicos afroamericanos y aprendiendo muchísimo de ellos, sobre todo en la cuestión rítmica. La idea no era ganar guita sino compartir con ellos su música, en sus propios barrios, donde yo era el único blanco. Para que confiaran en mí y me permitieran ser uno más me tomaron una prueba: toqué “Superstition” de Stevie Wonder e inmediatamente me dijeron que sí. Para sobrevivir toqué mucho en fiestas privadas, que hay por todos lados.
–Después volviste en dos ocasiones: para el regreso de Almendra, en 1979 y para el de Color Humano, en 1995. ¿Qué tal resultaron aquellas experiencias?
–Fueron muy diferentes. En cuanto me llamaron para lo de Amendra dije que sí y no me arrepiento, fue algo realmente impresionante. Superó todas las expectativas posibles. Íbamos a hacer un solo recital en Obras y terminamos haciendo seis conciertos seguidos, dos por noche, para 36.000 personas. ¡La gente se caía de las tribunas! La experiencia emocional de esos recitales fue tan pero tan grande. Recuerdo, por ejemplo, que tocamos “Plegaria para un niño dormido” directamente llorando. Algo similar nos pasó en la gira por todo el país que hicimos a continuación. Fue tan impresionante la respuesta del público que, antes de regresar a Estados Unidos, dije: “Yo creo que todo esto hay que devolvérselo de alguna otra manera a la gente. Por eso, al tiempo, me llamaron para grabar un disco nuevo, El valle interior, que no funcionó para nada.
–¿Por qué?
–El título era muy lindo, pero el valle no existía. Nuestra relación, a la hora de volver a crear y grabar, no funcionó. La idea fue grabarlo en Los Ángeles, donde yo vivía. Pero a Luis se le complicaron las cosas por la enfermedad de uno de sus hijos y tuvo que quedarse en la Argentina. Mientras, Rodolfo, Emilio, y yo empezamos a ensayar en Los Ángeles. El tema fue cuando Luis me empezó a decir que no tenía temas para Almendra, eso provocó un quiebre entre todos. Prueba de eso es que yo prácticamente no toco en todo el disco. En fin, no se volvió a producir la magia. De todos modos, no terminamos separados en ese momento. Vinimos y salimos de gira y ahí fue todo peor, estábamos todos en mambos diferentes.
–¿Y cómo se produjo el regreso de Color Humano?
–Eso fue una casualidad. En los 90 venía muy seguido al país a visitar a mamá porque ella no estaba bien de salud y yo era su único hijo. En una de esas visitas pasé por el Roxy, donde siempre me encontraba con Charly (García). Y de repente surgió lo de grabar allí mismo un disco en vivo con Rinaldo y Moro. Pero no tuvo mayor trascendencia.
La Guerra de Malvinas y Skay
–En el medio de los dos regresos, en 1982, formaste otro grupo: Edelmiro y La Galletita, en el que participaba Skay Beilinson. ¿Por qué no prosperó más allá del primer disco?
–Porque fue una experiencia del momento y nada más. Yo había regresado sorpresivamente para intentar apoyar el disco que le produje a Ricardo Soulé en Estados Unidos, Romances de gesta, y que sonaba de puta madre. No me fue bien, llegué al país el 4 de abril, dos días después del inicio de la Guerra de Malvinas. O sea, peor momento no podría haber elegido para apoyar un lanzamiento, ya que el país estaba hecho un quilombo.
–Sin embargo, pocos meses después fue un buen momento para el rock nacional (cuando la junta militar prohibió la difusión de la música anglosajona en las radios).
–Fue un buen momento para los que usaron al rock nacional y para los que se llenaron de guita siendo usados. Fue todo muy raro. Eso de “Vamos a impulsar al rock nacional” fue mentira, fue un hecho de patrioterismo brutal en contra de los ingleses. ¿Cómo nos íbamos a tirar en contra de los Beatles y los Rolling Stones? Además, yo tengo un mal recuerdo de aquel Festival (de la Solidaridad Latinoamericana) que se realizó en Obras: a mí y a Soulé nos cambiaron de horario sin explicaciones para que no saliéramos en el tramo que iba a ser televisado. A todos los artistas contestatarios nos corrieron de cuajo. Por un lado los milicos nos usaron a todos y por otro los managers hicieron de las suyas para privilegiar a sus artistas y sus intereses. Digamos que en ese festival no primó la solidaridad para nada, fue: “Yo pongo a mis artistas donde me conviene y que los demás se arreglen”. Fue un horror. ¡Y todo esto en medio de la guerra!
–Volvamos a Edelmiro y La Galletita y al encuentro con Skay.
–Con Skay nos conocíamos pero nunca habíamos tocado juntos. Con él se dio un encuentro mágico, algo que pasa muy pocas veces, como sucedió con Luis. El proyecto no prosperó porque justo lo armamos en el 82, el año de la guerra. Por eso cada vez que nos encontramos le digo: “Che, qué galletita nos comimos ese año”(risas). De todos modos, llegamos a sacar un disco, con toda música mía y letras de un chico que estaba empezando: Pedro Conde.
–¿Qué te motivó a radicarte nuevamente en el país, a finales de los 90?
–Por un lado, mi vieja, que aquí estaba sola. Y por otro, la guerra de Irak. Un día iba en el auto escuchando música por la radio y de golpe interrumpen para dar la noticia. Dijeron que estaban lloviendo misiles en Bagdad y yo me quedé helado. Dije: “¡Están bombardeando a la ciudad de Las mil y una noches! ¿Cómo pueden ser tan animales?” Ahí me enojé, no te digo que con el país, pero sí con el sistema que invade de mentiras los medios de comunicación y no le importa el dolor de los pueblos. Entonces me angustié mucho y ya no me sentí cómodo viviendo en Estados Unidos. Primero me fui unos meses a vivir fuera del continente, a Hawai, y luego empecé a organizar mi regreso definitivo a la Argentina.
–Aquí te aguardaba un nuevo amor, ¿no?
–Sí, en el 95, cuando grabamos el disco en vivo con Color Humano conocí en The Roxy a la que hoy es mi mujer, Claudia Ramollino, y madre de mi hijo Jiddu (nombrado así en honor al pensador indio Jiddu Krishnamurti). Ella tenía un programa de radio con unas amigas, llamado Francamente rock; me invitó a charlar y ahí empezamos a conocernos más. Así que sí, ella también fue un motivo de peso para regresar y llevar adelante nuestra historia de amor.
–¿Cómo es tu vida desde entonces en la Argentina?
–Sigo dedicándome a la música, aunque con un muy bajo perfil. Edité dos discos independientes, Expreso de agua santa y Contacto, y cada tanto me presento por ahí. También viví y trabajé unos años en Chile (donde nació Jiddu en 2002), dando clínicas de guitarra, y otros tantos en San Luis, a partir de 2007.
–¿Fue en San Luis donde te detectaron un tumor en el pulmón derecho y debieron extirparte parte del diafragma?
–Sí, y antes me detectaron cáncer del colon. Por lo tanto debieron operarme dos veces y luego pasé por varios tratamientos de quimioterapia. Pero acá me tenés: esto es como el regreso del guerrero. No es que me haya ido, yo siempre estuve, sólo que ahora voy a hacer un recital con mayor visibilidad, en el Café Berlín.
–¿Por qué titulaste al recital “Canciones que me dieron vida”?
–Porque de eso se trata lo mío. No puedo estar sin tocar. Si yo no toco, me muero. Es más, tengo la fantasía de que me voy a morir en un escenario. Aunque a muchos los sorprenda, entre aquellas canciones que me dieron vida –y me siguen dando- está “Río de luna” (“Moon River”, de Johnny Mercer y Henry Mancini, leitmotiv del film Desayuno en Tiffany). Por eso en este concierto habrá de todo, incluso temas para bailar, porque yo ya tengo incorporado el ritmo en mi alma desde que asistí al nacimiento del rap en los Estados Unidos. Hoy me interesa mucho la música callejera y con swing. Por supuesto que los temas fundamentales del show serán los que compuse para Almendra y Color Humano. Esas fueron, son y serán siempre las canciones que me dan vida.
Edelmiro Molinari. Canciones que me dieron vida. Café Berlín, Av. San Martín 6656. Sábado 7 de diciembre, a las 20.30. Artista invitado: Sebastián Peycere. Entradas: por Livepass